lunes, 7 de mayo de 2018

LA LEY DEL AMOR



LA LEY DEL AMOR
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¿Por qué no hay milagros? Por la falta de amor, la ausencia de amor es un impedimento para la fe.  Muchos creen que no suceden los milagros porque tienen muy poca fe? Pero no es la poca fe, porque la fe del tamaño de un grano de mostaza hace que los montes de muevan.

Hay ausencia de milagros, porque sencillamente, no practicamos la ley más importante del Reino invisible de Dios: la ley del amor.

El Señor Jesús dijo: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:34-35).

En realidad, la ley del amor no es nueva, ya en Levítico 19:18 Dios la había establecido. Allí dice que “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

Si cada persona amara a un prójimo,  la  mitad  del  mundo  amaría  a  la otra mitad, entonces, todos seríamos amados y todos amaríamos.

¿Qué significa amar?  Significa desear para mi prójimo lo mismo que deseo para mí y esforzarme a fin de lograr para mi prójimo lo mismo que me esfuerzo por mí mismo.

Si yo tengo un plato de comida y mi prójimo no tiene qué comer, debería compartir mi comida con él. Si tengo dos trajes y él no tiene ninguno, debería darle uno de mis trajes. Si mis hijos tienen mucha ropa y mucha comida, y los suyos no, entonces debería compartir la ropa y la comida de mis hijos.

El “viejo mandamiento” ordenaba amar al prójimo de su pueblo, no a los de otros pueblos, es decir, los judíos debían amarse entre sí, pero podían aborrecer a los que no eran de su pueblo.

El amor, según el viejo mandamiento, es para amar al vecino, pero el nuevo mandamiento es amar unos a otros sin importar raza, credo o religión.

Sin embargo, el “creyente” medio de nuestro tiempo, ni siquiera ama a los de su congregación. Ojala amáramos a los de nuestra congregación como a nosotros mismos; eso produciría una revolución en la sociedad.

En toda congregación, hay personas que cuentan con recursos económicos y otras son muy pobres. Un creyente es dueño de un automóvil grande y vive en una hermosa casa donde al llegar le espera una suculenta comida, mientras que el hombre que se sienta a su lado en la iglesia regresa a su casa a pie, y su cena es una rebanada de pan seco y una taza de café.

Y los dos, allí en la iglesia se toman de la mano y cantan del amor de Dios. Al concluir el culto, se saludan con un “Dios te bendiga, hermano" y cada uno se va por su camino, uno a su abundancia y el otro a su miseria.  Como dice una canción de Joan Manuel Serrat: “vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza, y el señor cura a sus misas

Un maestro de la ley le preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? El Señor le refirió la parábola del samaritano que iba de Jerusalén para Jericó y auxilió a un hombre que había sido asaltado por unos ladrones que lo dejaron medio muerto (Lucas 10:29-37).

No sé si el maestro de la ley entendió la parábola, pero pareciera que muchos “maestros de la Biblia” de hoy, no la han entendido. He escuchado sermones en donde el predicador ha dicho  que Jerusalén tipifica a la iglesia y Jericó tipifica al mundo. Que el hombre que iba de Jerusalén a Jericó era el que se apartaba de la iglesia y volvía al mundo. Que los ladrones eran Satanás y sus demonios, mientras que el samaritano era el creyente que lo traía de nuevo a la iglesia.

Esa explicación no es ni más ni menos una manera de evadir la responsabilidad que tenemos como prójimos. La parábola del samaritano no habla de la salvación, habla de la ley del amor.
Y fue contada para que, cuando veamos a  alguien sufriendo, lo ayudemos, por eso Jesús le  dijo al maestro de la ley: "Anda entonces, y haz tú lo mismo" (verso 37).

Nosotros pasamos  al lado  de  personas que sufren y, al llegar a nuestra casa, comentamos: "Qué cuadro tan triste vi esta noche, pobre hombre, si lo hubieran visto, se me partía el corazón". Pero no hacemos  nada  para  ayudarlo.

El samaritano no era un ser fuera de lo común. Nosotros lo llamamos el buen samaritano, pero Jesús se limitó a decir que era "un samaritano cualquiera, era un hombre común y corriente que lo que hizo fue cumplir con la ley del amor.

Pero, estamos tan acostumbrados a nuestra vida insensible y de desobediencia a la ley del amor, que cuando  alguien la cumple lo llamamos "buen Samaritano".

En cierta ocasión, un pastor se refirió a un hermano como “alguien excepcional”.  Le pregunté ¿Qué tiene de excepcional? Y el pastor me contestó: “nunca falta al culto, siempre ofrenda y ayuda al necesitado”.

Ese hermano no era nada excepcional, era un “cristiano normal”, como lo deberíamos ser todos. Lo que pasa es que nuestras congregaciones están llenas de “cristianos anormales”, están llenas de cristianos infieles y desobedientes, de tal manera que vemos el cristiano normal como algo excepcional.

Santiago dice que “el que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado” (Santiago 4:17), lo que nos revela que las congregaciones están llenas de “cristianos que practican el pecado”, porque no cumplen con la ley del amor.

Todos, absolutamente todos los creyentes deberíamos ser “cristianos normales”. Jesús dijo: "Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo" (Mateo 5:16)

¿Qué es la luz? Es el amor que produce buenas obras. Cuando nos referimos al amor, debemos traducirlo a obras concretas, de otra manera es como coser sin hacer un nudo al final de la hebra. Se puede coser, y coser y coser, sin coser nada; lo único que conseguimos es hacer agujeritos en la tela.

Dios no nos dijo: "Ama a tus prójimos", porque no es posible amar materialmente a todos los prójimos del mundo. Él nos ha dicho: "Ama a tu prójimo". Comience por la congregación, “así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe (Gálatas 6:10).

Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?  Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma. Pero alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras” (Santiago 2:15-18).

La fe muerta, en realidad no es fe, es creencia que no salva, es creer con la mente, pero no con el corazón.

No le lleves “un tratado” a tu prójimo necesitado, llévale comida, Dios no mandó un “tratado” desde el cielo, sino que envió a su Hijo a dar su vida por nosotros.

Dejen que Dios se refleje en ustedes “a través de las buenas obras que él ha preparado para que andemos en ellas" (Efesios 2:10).

Había en Cesarea un hombre llamado Cornelio, centurión de la compañía llamada la Italiana, piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre (Hechos 10:2). Dios le mando un ángel que le dijo: "Tus oraciones y tus limosnas han subido para memoria delante de Dios" (verso 4).

Que maravilloso que Dios haga memoria de nosotros, pero para ello necesitamos, no solamente orar por los más necesitados, sino darles ayuda económica.

Las obras de caridad constituyen una evidencia del amor de Dios, que él no pasa por alto.  Cornelio y su familia fueron evangelizados y bautizados por Pedro, y recibieron la vida eterna como recompensa (verso 48).

Besarnos y abrazarnos en los cultos no es una obra de amor, a menos que vaya acompañada de obras. Es necesario que abramos las billeteras y hagamos buenas obras.

El viejo mandamiento sobre el amor era limitado. Se reducía a: el amor a sí mismo. Debíamos amar al prójimo mientras no implicara un riesgo para sí mismo.

Lo cierto es que si alguien en la congregación me amara como a sí mismo, sería fabuloso. Pero pareciera que no hay nadie en las congregaciones que ame al prójimo como “a sí mismo”.

Pero, el nuevo mandamiento va más allá de “amar a sí mismo”, este nuevo mandamiento exige “amar como Jesús nos amó”.

El viejo mandamiento señalaba: "Ama a tu prójimo como a ti mismo", en tanto que el nuevo dice: "amen como yo los he amado”, es decir, “dando la vida por el prójimo”.

Es entregar no solo la comida, sino también darse a sí mismo, con la comida. Este es el amor que el Padre y el Hijo tienen por nosotros y el que Él quiere que reine en su Iglesia.

Tenemos dificultad para darnos a otros. Nuestro interior necesita una transformación, un cambio total de corazón, de actitud. Necesitamos cambiar decir: "Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gálatas 2:20).

Al morir con Cristo en la cruz, murió el viejo yo. Todas las cosas fueron hechas nuevas. Dios nos hizo una nueva creación. La cruz es más que lavar los pecados, la cruz es morir. No fueron “los pecados de Jesús Vargas” los que fueron clavados en la cruz, fue “Jesús Vargas mismo”.

En la cruz, no solamente nos desprendemos de las cargas de pecado, sino también de nuestro viejo yo. El cambio es radical, Cristo pasa a ocupar  el lugar que antes ocupaba nuestro yo.

Al bautizarnos es más que el tabaco, la bebida y el juego lo que queda sepultado. Somos nosotros, nuestra vieja criatura la que se sepulta. El que se bautiza debe comprender que al salir del agua, su viejo yo ha quedado enterrado y una nueva persona ha nacido. Las cosas viejas pasaron, todas son hechas nuevas (2 Corintios 5:17).

Si eres bautizado, el amor de Dios ha sido derramado en tu corazón por el Espíritu Santo que te fue dado (Romanos 5:5), y ese amor es el mismo amor de Dios que está dispuesto a dar su vida por los demás.

Si tú no sientes ese amor por los demás, es posible que no hayas recibido el Espíritu Santo y si no has recibido el Espíritu Santo, es porque no eres salvo.

Piense en un  determinado  hermano de su congregación. ¿Daría su vida por él? Hay personas que no se preocupan ni por sus propios padres terrenales, de desentienden de sus necesidades económicas y emocionales, demostrando con ello que no los aman ¿Cómo pueden decir que aman a Dios que nunca han visto?

Antes me preguntaba ¿Si Jesús lo prometió, por qué no se dan los milagros en mi congregación?  

El Señor me dio la respuesta en Gálatas 5:6. Allí dice “porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor”.

La falta de amor es un impedimento para los milagros. En el reino invisible de Dios debemos experimentar “la ley del amor” para que se desaten los milagros.

Yo creía que con lo que sabíamos de la fe y de la Palabra, me parecía que debíamos estar viendo más señales, más prodigios y más milagros. Pero la razón es que no andábamos en el amor como debíamos hacerlo.

No solamente había intrigas y recelos. Escuché decir vanidosamente: “ya lo sabemos todo, tal vez no nos sabemos los versículos, pero tenemos todos los fundamentos, lo que queremos es ver milagros, sentir la presencia del Señor”.

Cómo iban a experimentar la presencia del Señor? ¿Cómo se iban a dar los milagros? Si no había amor. No honrábamos al Señor con las ofrendas, lo que dábamos era de lo que nos sobraba, “no hacíamos partícipe de toda cosa buena al que nos instruía” (Gálatas 6:6), menos estábamos preocupados por los prójimos más necesitados.

En resumen, no se practicaba la ley del amor, y si no se practicaba la ley del amor no puede haber milagros, la fe no puede cumplir su propósito porque la fe obra por el amor.

 El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:4-7).

Si el amor que hay en nosotros, no cumple con esos requisitos, entonces no esperemos los milagros.  La envida, la jactancia, la vanidad, lo indebido, el buscar lo suyo, el irritarse por todo, el guardar rencor, la injusticia, la mentira, él no sufrir por los demás ni esperar, menos soportarlo todo, son impedimentos para que la fe cumpla su propósito.

Dios quiere que se den los milagros, pero primero tenemos que fomentar el amor, negándonos a nosotros mismos.

¿Quiere ver milagros y que Dios le ponga una escopeta de poder espiritual en su mano para que haga volar en mil pedazos las obras del diablo? Entonces practique la ley del amor.

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